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ISSN 1989-4163

NUMERO 24 - VERANO 2011

Si Ellos Hablaran

Francisco Gómez

        -Psche, Psche, Psche...¿estáis ahí?

        -Claro que estamos. ¿Qué haríamos si no?

        -¿Los vivientes duermen?

        -Todos ya sin excepción. Al pequeño viviente le ha costado caer en brazos de Morfeo pero al final ha sucumbido. Es de todos, quien más teme a los enigmas de la noche, a su carga de soledad, silencio y sombras aunque tampoco ha podido resistir el cansancio.

        -Entonces ya podemos hablar...

        -Comencemos, pues.

        -Es curioso. Los vivientes nos llaman a nosotros objetos con formas, colores y diseño pero sin alma ni capacidades para sentir o pensar, creer o soñar, como ellos. ¡Qué equivocados están!

        -Viven en el error hasta las amígdalas.  Nosotros somos testigos callados de sus historias, fieles herederos de su caminar por la vida, albaceas testamentarios de sus peripecias personales.

        -Así ha sido y siempre será.

        -Ellos que se creen el ombligo del mundo y una ligera brisa puede quebrar la rama de su historia.

        -Pobres vivientes, tan engreídos en sus efímeras vanidades.

        -Nosotros, los inmóviles, somos sus fieles compañeros de viaje. Testigos, ellos opinan que impasibles, de su paso por el tiempo. Vemos como nacen niños y nuestra compañera la cuna los mece y arrulla, con nuestros amigos los juguetes         que padecen sus  trastadas. Luego, los vivientes echan a andar por ellos mismos y aterrorizan a los hermanos jarrones, sillas, mesas, platos, vasos, con sus pasos vacilantes. Como el susto que nos dio la niña al caerse del taca-taca y golpearse con el bordillo del balcón la cabeza.  No sabemos quién lo sintió más. Si la frente de la pequeña viviente o la hermana madera ante la impresión recibida.

        -Nosotros, los callados, los silenciosos, los observadores, que los vivientes piensan que somos materia sin alma, somos sus espectadores privilegiados. Nada de sus vidas escapa de nuestra observación. También vivimos sus alegrías y desgracias pues cobijamos en nuestro interior un ánima que no está sólo compuesto por una red ordenada de átomos.

        -Dices bien,  hermano mueble bar del comedor.

        -Así es – confirmaron al unísono la hermana cortina, el compadre sofá y los butacones, las mesas de cristal y madera. Todos albergaron un murmullo aprobador.

        -¿Os acordáis cuando la señora de la casa limpiaba nuestra superficie con tanto afecto y amor? Los molestos parásitos del polvo huían despavoridos al contacto con la hermana gamuza. ¡Cómo alegraba el día con sus canciones! ¡Con qué primor limpiaba la hermana ropa en la pila de la galería y luego nos oreaba y sacaba al aire y al sol de la terraza! Su sabiduría al cocinar los alimentos que nutrían a los vivientes.

        -¿Cómo  olvidarnos de su prolongado amor en el trato diario con nosotros?

        -¿Recordáis sus charlas con los vecinos al amparo del hermano balcón? ¿Sus conversaciones al abrigo del hermano bordillo en la esquina de la casa?

        -Imposible olvidarnos. Ahora todo ha cambiado. Nada es igual sin ella. Nosotros, los inanimados, los supuestos seres sin alma, lloramos su ausencia. El aire es distinto sin ella. La luz atraviesa todas las  estancias de otra manera, como nostálgica. La vida sigue pero no podemos olvidarnos de su presencia indeleble entre nosotros.

        -Cuidado. La aurora abre las puertas de la noche y los vivientes despiertan sus ojos al día. Hágamos como que estamos dormidos. Como si nunca estuviéramos presentes en su vida.

Si ellos hablaran

 

 

 

 

 

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